Tlaskamati

domingo, 12 de abril de 2009

Cuando los padres se van de la iglesia



¿En qué se parecen un sacerdote dominico, un jesuita, uno del Sagrado Corazón de Cristo y otro diocesano? Al menos en lo que respecta a los personajes entrevistados, en tres cosas: todos fueron tocados por el Concilio Vaticano II, aquel que planteaba regresar la Iglesia católica a su comunidad y buscar para los fieles el gozo y la esperanza en la Tierra y no en el cielo; todos se sintieron profundamente decepcionados ante la injusticia, la inmovilidad y la incongruencia de la mayor parte de la jerarquía, y ninguno renunció, tras su retorno a la vida laica, a su vocación y creencias. Ninguno vive sin Dios, sólo que lo hacen fuera de Roma.
Pocos como ellos para hablar, con autoridad, de cómo lucen, qué tan sólidos o porosos están los cimientos y la estructura de una institución cercana a su segundo milenio, que esta semana recuerda el sufrimiento y muerte de su maestro, de Jesús.
Luis de Tavira, dramaturgo; el filósofo Alberto Athié; Pablo Romo, especialista en procesos de paz, y Salvador Segura, educador, hablan a emeequis del estado actual de la Iglesia sin la imposición del silencio. El primero estuvo a punto de ordenarse como sacerdote, los tres restantes lo fueron. Y, después de un doloroso proceso personal, decidieron renunciar a la Iglesia.
Son tiempos oscuros, dicen palabras más, palabras menos. También creen que la Iglesia no es la estructura de poder de su jerarquía y, en consecuencia, que hay esperanza. “Sí, son tiempos oscuros, pero los ha habido más oscuros”, dice en contraparte Alfredo Vargas, rector de la Universidad Pontificia de México. “Y la Iglesia sí cumple con su cometido”.
Pero los padres, los sacerdotes que se van, dicen que no, que ha sido todo lo contrario.
1. La Compañía (teatral) de Jesús Es uno de los más importantes hombres de teatro en México. Es filósofo, pedagogo, ensayista, escritor, traductor. Y es un jesuita que se excluyó de la orden religiosa por no dejar una vocación que conoció en el ejercicio de la otra: el teatro. Luis de Tavira decidió buscar el sacerdocio luego de crecer en una familia cristiana, recibir educación católica y verse alentado “por una profundad amistad con Jesús”. Ingresó a la Compañía de Jesús a la mitad de los años 60, cuando ocurría el Concilio Vaticano II, una reunión de todos los obispos
del mundo realizada en Roma a instancias del papa Juan XXIII para discutir y definir el rumbo de la Iglesia católica en momentos en que el mundo estaba inmerso en la Guerra Fría y se hacía necesario actualizar el modelo para construir una Iglesia más cercana a las necesidades de una
humanidad empobrecida, ávida de justicia social.
El evento fue vivido con más intensidad por los jesuitas, quienes plantearon que era necesario un cambio radical para colocar a su comunidad en coherencia con el momento histórico, el mundo y sus inquietudes. Luis de Tavira iniciaba la segunda parte del proceso jesuita de “juniorado”, equivalente a un bachillerato en letras clásicas. Ahí, en el seminario, conoció el griego en las obras de Esquilo y Sófocles y fue cuando recibió el segundo llamado, el del teatro. Su examen de griego fue un montaje de Antígona de Sófocles. Sus maestros entendieron “su vocación, su misión teatral”.
Los jesuitas decidieron que sus seminaristas salieran de los muros de los conventos para palpar la realidad social. Así que De Tavira y otros no fueron enviados a un claustro, sino a las universidades. Así llegó al Centro Universitario de Teatro, en la efervescente
Facultad de Filosofía y Letras, a la vez que continuó la formación eclesiástica en el Instituto Libre de Estudios Filosóficos de la Compañía de Jesús, “lo cual representó para mí un momento difícil. Entre los jesuitas, yo era el hombre de teatro y entre los hombres de teatro, era el jesuita”.
De Tavira debía entrar a la Facultad de Filosofía de la UNAM en septiembre de 1968, pero antes llegaron los tanques y poco después ocurrió Tlatelolco. Todo esto fue un sacudimiento. “Venía del encierro conventual y me encuentro con los jóvenes de mi edad incorporados a esta prodigiosa y terrible dinámica del movimiento estudiantil, enormemente concientizador, que plantea una militancia de cambio para el país, para el mundo.
–¿Su condición de jesuita, su fe religiosa, era confrontada
por esos estudiantes, por el movimiento?
–Lo cuestionaban profundamente. Era difícil decir en la universidad que uno era creyente, pero se trataba de vivir en libertad y la libertad de conciencia es lo primero. Y yo no encontraba objeción alguna, sino preguntas acuciantes. También ocurrió el encuentro con el marxismo y fue importante tratar de entender como cristiano las prerrogativas de la utopía socialista. Esto implicaba siempre caminos alternativos frente a posiciones cerradas, frente a dogmatismos, de un lado y del otro, para conciliar el deseo de un cambio en el mundo. El final del mal llamado socialismo real no resuelve, no nos jubila de la necesaria crítica al capitalismo y a su atrocidad.
–¿Y cuando le tocaba ser el jesuita con nuevas visiones entre los otros jesuitas?
–Se vivía otro combate, otra lucha, generacional también. Teníamos claro, después del Concilio, que se debían reinventar las estructuras, que el espíritu soplaba fuera de la Iglesia, que no estaba en los claustros ni en los púlpitos. Que estaba afuera y hablaba más poderosamente en el
teatro que en el templo, en mi caso. El camino del arte es un camino de privilegio para formularse estas preguntas y encontrar sus respuestas.
–¿En qué momento de su preparación llegó a la conclusión de que las preguntas y las respuestas estaban en el escenario y no en el púlpito?
–Aspiraba a ser un jesuita pleno, plenamente hombre de teatro. Sigo pensando que eso es posible o era posible. No cambié yo, cambiaron las instituciones. De Tavira resume la historia del catolicismo contemporáneo. Tras la conclusión del Concilio Vaticano II y su puesta en marcha en
1967, murió el papa Pablo VI. Electo sucesor Juan Pablo I, a los 30 días “lo asesinaron y subió Karol Wojtyla al poder, identificado con los intereses más retardatarios y en asociación con las peores causas. Vino una traición a la Iglesia desde el pontificado y ese papa echó para atrás el espíritu del Concilio. Operó de la manera más atrabiliaria y a través de los recursos más pedestres del mercado y de la influencia de los medios”.

“Es la Iglesia la que cambió”, retorna De Tavira a su posición, “la que dijo ‘no es válido el espíritu que inspiró el Concilio’. Pero para mí no había para atrás, el compromiso era con el espíritu, no con la institución. Para mí, ser jesuita no significaba pertenecer a una institución y tener una cédula de identidad, sino vivir encarnadamente un compromiso de fe con una comunidad de fe”. Montaba entonces La honesta persona de Sechuán, que plantea el dilema sobre si es posible hacer el bien en un sistema maligno. Sus puestas en escena, representantes de la vanguardia, causaban escándalo, entre otras cosas, por los desnudos en escena. Y algo lo hacía todo más escandaloso: el responsable era un jesuita. Sus superiores le ordenaron silencio. “Si el teatro ha sido históricamente un combate irrenunciable por la libertad de la expresión, si estábamos combatiendo la censura por todos lados, no iba a aceptar la censura de la Iglesia. Mi lealtad a esa amistad de la que hablaba, a ese espíritu, es mayor que mi lealtad a las jerarquías y entonces entendí que el cristianismo no es la estructura de la Iglesia y que la Iglesia misma tampoco es la estructura del poder, sino lo es la comunidad. De pronto, Jesús ya no estaba ahí, estaba mucho más en las calles. En los grupos de teatro había más cristianismo”.
–¿Fue Jesús el primero en irse de la Iglesia?
–La Iglesia se ausentó del espíritu del
evangelio. Se volvió defensora de una organización de poder, vamos, una Iglesia antievangélica, pero cuidado con las palabras, esa no es la Iglesia, esa es la jerarquía, obispos de espaldas a su comunidad, la atroz historia humana que es la historia de la jerarquía. Antes de llegar la orden de abandonar el teatro, De Tavira, quien había concluido los estudios eclesiales y ya dirigía el Centro Universitario de Teatro, recibió la propuesta de ir a Roma y ordenarse en un año. Desde una
perspectiva muy jesuita, el dramaturgo objetó conciencia, hasta que la presión de Roma se hizo insostenible. “Se me planteó dejarlo y dije que no, porque sería admitir que la opción que había elegido vivir estaba equivocada y no era así. Cancelaron mi registro como jesuita, me liberaron de mis obligaciones y seguí haciendo lo mismo que sigo haciendo hasta la fecha. En ese sentido, soy leal, sigo viviendo exactamente igual”.
–¿Cómo vivió el desplome de la opción preferencial por los pobres?
–Me duele mucho lo que pasó, pero también me da alegría que el espíritu prevalezca sobre la desnaturalización del cristianismo en que se ha convertido la jerarquía y la estructura de poder de esa Iglesia. Me duele que esté de espaldas a la esperanza de los cristianos, me duele su ceguera, intolerancia, fundamentalismo, su oscuridad.
Pero, por el otro lado, me llena de esperanza la vida cristiana que va expresándose de una manera irreversible en el compromiso con el sufrimiento de los hombres, la justicia y la verdad. Eso no lo va a parar nadie. Eso históricamente también ha sido así. Se viven tiempos muy
oscuros, si lo vemos de cara a esa imagen. Peor para ellos, no para los cristianos. Esto
no solamente sucede en la Iglesia católica, sino en todas estas estructuras fundamentalistas.
–¿Qué dice del papa Benedicto, de Joseph Ratzinger?
Me parece que de un hombre tan inteligente se podía esperar más. Ha sido sordo.
Es un inquisidor, no es leal a la misión que le ha sido confiada. Yo no soy quién para juzgar, pero me decepciona profundamente y me entristece que esto sea así, aunque malos papas casi siempre ha habido, malos curas hay muchísimos y uno no pierde la fe. Malos actores hay muchísimos y no pierdo la fe en el teatro. Por malos gobiernos que sigamos teniendo en este país no dejaré de amar a México, ni de creer en la posibilidad de que México exista como el proyecto al que aspiramos los mexicanos.

–¿Íntimamente lo liberó la deserción, el último día en que estuvo en la Iglesia?
–No hubo deserción, yo me sostuve. Me dolió la exclusión, pero me sentí muy confortado, muy construido por mi compromiso con el teatro que encontré en ese camino. Se dice que el teatro, como arte y expresión humana, tiene un origen religioso. Yo sostengo que es al revés. Las religiones tienen un origen teatral, el teatro es anterior, es la posibilidad de reunir a los hombres para convertirnos en espectadores de nosotros mismos y, entonces, tomar conciencia
de lo que somos y de que somos semejantes. El teatro es el arte del cambio, por lo tanto la religión debería ser un clamor por el cambio. La fe es un clamor por el cambio.
–Si esta jerarquía estuviera representando una obra de teatro, ¿qué sería: una tragedia, una comedia? Contesta el autor de 13 piezas teatrales; autor de libros de teoría teatral; director de más de 60 montajes en México y más de una docena en el extranjero:
–Una farsa atroz, lamentable.

2. La última bendición
Le vio morir con el corazón estrujado. Las palabras finales de ese hombre le cambiarían el destino. Alberto Athié acompañó en su lecho de muerte a José Manuel Fernández Amenábar, ex Legionario de Cristo y ex rector de la Universidad Anáhuac. Antes de morir, Amenábar le relató
los abusos sexuales de los que fue víctima en su juventud por parte de Marcial Maciel, el fundador de la Legión de Cristo.
“He perdonado, pero pido justicia”, le dijo, agónico, Fernández Amenábar ese febrero de 1995. Athié le dio la última bendición y asumió su deseo. Tocó a la puerta del cardenal Norberto Rivera. “Se trata de un complot y no tengo nada más que hablar contigo”, le respondió el hoy arzobispo y lo despidió. Tocó la del nuncio apostólico Justo Mullor, quien le recomendó redactar una sobria carta y dirigirla al prefecto de la Congregación para la Conservación de la Fe, en ese entonces Joseph Ratzinger.
En 1999, Athié intentó entregársela personalmente. No fue recibido. “Lamentablemente éste es un asunto muy delicado. El Santo Padre estima mucho al padre Maciel, quien ha hecho mucho bien a la Iglesia; no es prudente abrir el caso”, comentó Ratzinger, hoy papa, a una tercera
persona. Alberto Athié, el sacerdote, estaba muy lejos de ser una voz cualquiera cuando emprendió y continuó su solitaria cruzada. Se ordenó el 15 de septiembre de 1983. Había sido,
entre otras cosas, presidente de la Comisión Episcopal para la Pastoral Social de la Conferencia del Episcopado Mexicano agónico, en donde se reúnen todos los obispos. Fue sacerdote durante 20 años de la Arquidiócesis de México, la última década bajo las órdenes del cardenal Norberto Rivera. Pero ni su trayectoria ni el respeto entre los suyos funcionaron. En 2003, a los 49 años de edad, 20 dedicados al ministerio católico, renunció a los hábitos.
Tal vez las cosas tomen otro rumbo. La semana pasada, se hizo pública la decisión del Vaticano de enviar “visitas apostólicas” a la congregación de los Legionarios de Cristo, es decir, investigaciones iniciadas ante denuncias de errores graves. La investigación se hará en la estructura de la Legión y podría concluir en la inhabilitación de algunos legionarios, en que Roma asuma su dirección o en que se decida la disolución de la orden.
–¿Qué opina de la postura de la Iglesia ante el debate, por ejemplo, del aborto y la unión entre personas del mismo sexo? –se pregunta a Athié a través de un cuestionario.
–Que afirma sus principios al respecto con dos “No” contundentes. Por ello, las problemáticas específicas de las personas que viven esas circunstancias no encuentran eco en la Iglesia y se sienten condenadas a priori por la institución.
–¿Existe una crisis vocacional en la Iglesia?
–Sí, del sacerdocio y de la vida consagrada. Hoy más que nunca, en las clases medias-altas y altas por el escándalo del padre Marcial Maciel.
–¿Cuál es la perspectiva de la Iglesia ante la continua disminución en la ordenación sacerdotal?
–Por lo visto, mantenerse en sus principios de que ese es el camino. Tal vez se abran a la posibilidad del sacerdocio casado, lo que no saben es cómo dar el paso en concreto.
–¿Es plausible la admisión de mujeres al sacerdocio?
–No para este papa y menos lo fue para el papa Juan Pablo II, que lo elevó casi a principio de fe.
–¿A qué atribuye usted el crecimiento del protestantismo en México?
–No sólo del protestantismo, sino de muchísimas iniciativas religiosas y pseudoreligiosas. Se debe tanto a la crisis de un catolicismo que ya no responde a las exigencias del mundo moderno, sobre todo las de una experiencia personal y comunitaria vital y que dé sentido a la vida; y al fenómeno creciente de propuestas y opciones que antes no estaban a la mano y que pueden resultar más atractivas que lo que un católico sabía y vivía de su religión, sobre todo si, como muchos, sólo iba a misa de vez en cuando y no sabe nada de su fe y del compromiso que implica.

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