Tlaskamati

viernes, 26 de febrero de 2010

Guerras disfrazadas




A principios del siglo veinte, Colombia sufrió la guerra de los mil días. A mediados del siglo veinte, los días fueron tres mil. A principios del siglo veintiuno, ya los días son incontables.
Pero esta guerra, mortal para Colombia, no es tan mortal para los dueños de Colombia: la guerra multiplica el miedo, y el miedo convierte la injusticia en fatalidad del destino; la guerra multiplica la pobreza, y la pobreza ofrece brazos que trabajan por poco o nada; la guerra expulsa a los campesinos de sus tierras, que por poco o nada se venden; la guerra otorga dinerales a los traficantes de armas y a los secuestradores de civiles, y otorga santuarios a los traficantes de drogas, para que la cocaína siga siendo un negocio donde los norteamericanos ponen la nariz y los colombianos los muertos; la guerra asesina a los militantes de los sindicatos, y los sindicatos organizan más entierros que huelgas y se dejan de molestar a las empresas Chiquita Brands, Coca-Cola, Nestlé, Del Monte o Drummond Limited; y la guerra asesina a los que denuncian las causas de la guerra, para que la guerra sea tan inexplicable como inevitable.

Los expertos violentólogos dicen que Colombia es un país enamorado de la muerte. Está en los genes, dicen.

Destinos

En nombre de la corona española, Cristóbal Colón fue encadenado, en su tercera travesía de la mar océana, y regresó preso a España. En nombre de la corona española, Vasco Núñez de Balboa perdió la cabeza. En nombre de la corona española, Pedro de Alvarado fue procesado y encarcelado. Diego de Almagro murió estrangulado por Francisco Pizarro, que acto seguido recibió dieciséis estocadas del hijo de su víctima.

Rodrigo de Bastidas, primer español que navegó el río Magdalena, acabó sus días acuchillado por su lugarteniente. Cristóbal de Olid, conquistador de Honduras, quedó sin pescuezo por orden de Hernán Cortés. Hernán Cortés, el conquistador más afortunado, que murió marqués y en cama, no se salvó de ser sometido a juicio por el enviado del rey.


Medios animales de comunicación


Una noche de la primavera de 1986, reventó la central nuclear de Chernóbil. El gobierno soviético dictó orden de silencio. Muchas personas, inmensa multitud, murieron o sobrevivieron convertidas en bombas ambulantes, pero la televisión, la radio y los diarios no se enteraron. Y al cabo de tres días, no violaron el secreto para advertir que ese estallido de radiactividad era una nueva Hiroshima, sino que aseguraron que se trataba de un accidente menor, cosa de nada, todo bajo control, que nadie se alarme.

Los campesinos y los pescadores de tierras y aguas cercanas y lejanas sí supieron que algo muy pero muy grave había ocurrido. Quienes les trasmitieron la mala noticia fueron las abejas, las avispas y las aves que alzaron vuelo y se perdieron de vista en el horizonte, y las lombrices que se hundieron un metro bajo tierra y dejaron a los pescadores sin carnada y a las gallinas sin comida. Un par de décadas después, estalló el tsunami en el sudeste del Asia y las olas gigantes engulleron a otro gentío. Cuando la tragedia estaba incubándose, y la tierra recién empezaba a crujir en las profundidades de la mar, los elefantes hicieron sonar sus trompas, en desesperados lamentos que nadie entendió, y rompieron las cadenas que los ataban y se lanzaron, en estampida, selva adentro. También los flamencos, los leopardos, los tigres, los jabalíes, los ciervos, los búfalos, los monos y las serpientes huyeron antes del desastre. Sólo sucumbieron los humanos y las tortugas.





Eduardo Galeano
Espejos. Una historia casi universal

1 comentario:

Anónimo dijo...

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